martes, 9 de abril de 2013



Elías Eslait Russo, amigo del alma 


Por: José Luis Hereyra Collante


El día 7 de abril de 2004, es decir, Miércoles Santo y Día de Barranquilla, uno de mis más entrañables amigos y uno de los más finos y lúcidos escritores que haya conocido, Elías Eslait Russo, falleció en nuestra Barranquilla querida cuando salía de la casa de familiares a comprar unos cigarrillos en la licorera de la esquina, en pleno matrimonio de uno de sus sobrinos. Elías “el cienaguero” (de Ciénaga, Magdalena), Elías “el culosungo” (verdadero patronímico de los cienagueros raizales), como irreverentemente se autodenominaba en su ácido humor cuando percibía en su cercanía fisgoneadores y perversos, era, paradójicamente, uno de los seres más nobles y tolerantes que yo haya jamás conocido. Heredero de esa luz mediterránea que se macera entre el zumo de las olivas y el tierno corazón de las almendras, Elías era un gastrónomo exquisito, con una devoción por la inquietante profundidad del álgebra de sus antepasados, “palacio de precisos cristales”, como dijera Borges en su “Otro poema de los dones”. De allí que su lúcida obra posee rasgos de verdad asombrosos en la medianía que caracteriza nuestra “mostrable” literatura. Recuerdo (tengo vivo) en este instante el cuento deslumbrante, “Apología del diez”, que le acompañé a escribir y que me dedicó en un pantagruélico amanecer en la casa de José Manuel Elías en su Ciénaga amada, en aquellos irrepetibles años ochentas, cuando yo dejaba el béisbol profesional, es decir, me quitaba el disfraz de traductor simultáneo de Atlántico Espectacular y de gerente del equipo Olímpica de los Char, y nos íbamos con mi joven familia a esa Ciénaga de donde viene mi sangre materna, esa Ciénaga de jóvenes escritores que oficiaba alrededor del maestro Rafael Caneva Palomino. Y yo era absolutamente aceptado como miembro de la cofradía por ser un Collante, con sucursales familiares, además, en Aracataca, Santa Marta y Puebloviejo. A Elías nada de lo humano le era ajeno. Y nada de lo divino, tampoco. Elías, en su humor corrosivo, se paseaba irreverente y respetado por entre todos nosotros, porque dejaba una estela contestataria (frente a la que no servía ningún blindaje) mezcla de nobleza, chispa, conocimiento y “mamadera de gallo”. Pero detrás de esa “frescura” se escondía un organizador de altísima eficiencia, un visionario que “parecía ver el otro lado de las cosas”, un hombre de un rigor extensible hasta los más mínimos detalles, un cultor de la más exigente disciplina. Fue gracias a estas virtudes nada comunes que Elías Eslait pudo rescatar para la posteridad la tradición máxima de la cultura cienaguera, patrimonio intangible antropológico –las Fiestas del Caimán–, y fundar la Casa de la Cultura de Ciénaga, capilla de peregrinación fraterna donde todos los eneros coincidimos –como el salmón o los patos canadienses– en nuestra migración afectivo-literaria todos aquellos que en la vida hemos escrito algo porque hemos tenido la verdadera necesidad de decir algo, como describiera el maestro Cepeda Samudio al verdadero escritor frente a esa nube de farsantes que pulula por los eventos literarios. 

El 17 de enero de 2001 fue la última vez que lo vi. Yo había regresado una vez más, un año más, al encuentro de Ciénaga, pero finalmente me fui adonde Elías, a su casa, a untarme de ellos, a saludar a su mamá, a degustar su exquisita comida árabe, a beber como cosacos, a arrastrarnos de la risa, a hablar de los últimos acontecimientos socio-sico-sexuales de su parroquia entrañable, a declamar poesía como nos gustaba –con todos los hierros–, a leer textos, carajo, y a relatar lo que había sido de nuestras vidas en todos esos años, sin arrepentirnos de nada, echando pa’lante, sin plañideras ni mea culpas ni golpecitos en el pecho. Leímos el cuento que nos hermanaba aún más y me dedicó la antología de Martiniano Acosta y Clinton Ramírez –donde “Apología del diez” está incluido– con estas palabras: “Para Jose, quien conoce el mundo de donde sale este poco de humanidad. Con afecto, Elías Eslait R. / Ciénaga, Enero 17 de 2001” Así, con esa permanente modestia, con esa humildad, con esa sencillez. 

Me imagino que ya habrán echado el discursito de que hay que tener consuelo ante la muerte, de que nadie conoce los inescrutables caminos de Dios, de que pronto nos tocará también a nosotros y de que nadie se escapa de ese designio inexorable. Qué bueno echar el discursito. Pero qué triste que uno tenga que perder un amigo, a un ser querido, y lo más terrible es que uno no puede volver a ver a esa persona nunca más. Ni oír su risa ni su voz más nunca. Qué triste que toda una geografía se le quede sin sentido a uno porque ya no está allí el amigo que se iba a alegrar con nuestra presencia. 



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