Elías
Eslait Russo, amigo del alma
Por: José
Luis Hereyra Collante
El día 7 de abril de 2004,
es decir, Miércoles Santo y Día de Barranquilla, uno de mis más entrañables
amigos y uno de los más finos y lúcidos escritores que haya conocido, Elías
Eslait Russo, falleció en nuestra Barranquilla querida cuando salía de la casa
de familiares a comprar unos cigarrillos en la licorera de la esquina, en pleno
matrimonio de uno de sus sobrinos. Elías “el cienaguero” (de Ciénaga,
Magdalena), Elías “el culosungo” (verdadero patronímico de los cienagueros
raizales), como irreverentemente se autodenominaba en su ácido humor cuando
percibía en su cercanía fisgoneadores y perversos, era, paradójicamente, uno de
los seres más nobles y tolerantes que yo haya jamás conocido. Heredero de esa
luz mediterránea que se macera entre el zumo de las olivas y el tierno corazón
de las almendras, Elías era un gastrónomo exquisito, con una devoción por la
inquietante profundidad del álgebra de sus antepasados, “palacio de precisos
cristales”, como dijera Borges en su “Otro poema de los dones”. De allí que su
lúcida obra posee rasgos de verdad asombrosos en la medianía que caracteriza
nuestra “mostrable” literatura. Recuerdo (tengo vivo) en este instante el
cuento deslumbrante, “Apología del diez”, que le acompañé a escribir y que me
dedicó en un pantagruélico amanecer en la casa de José Manuel Elías en su
Ciénaga amada, en aquellos irrepetibles años ochentas, cuando yo dejaba el
béisbol profesional, es decir, me quitaba el disfraz de traductor simultáneo de
Atlántico Espectacular y de gerente del equipo Olímpica de los Char, y nos
íbamos con mi joven familia a esa Ciénaga de donde viene mi sangre materna, esa
Ciénaga de jóvenes escritores que oficiaba alrededor del maestro Rafael Caneva
Palomino. Y yo era absolutamente aceptado como miembro de la cofradía por ser
un Collante, con sucursales familiares, además, en Aracataca, Santa Marta y
Puebloviejo. A Elías nada de lo humano le era ajeno. Y nada de lo divino,
tampoco. Elías, en su humor corrosivo, se paseaba irreverente y respetado por
entre todos nosotros, porque dejaba una estela contestataria (frente a la que
no servía ningún blindaje) mezcla de nobleza, chispa, conocimiento y “mamadera
de gallo”. Pero detrás de esa “frescura” se escondía un organizador de altísima
eficiencia, un visionario que “parecía ver el otro lado de las cosas”, un
hombre de un rigor extensible hasta los más mínimos detalles, un cultor de la
más exigente disciplina. Fue gracias a estas virtudes nada comunes que Elías
Eslait pudo rescatar para la posteridad la tradición máxima de la cultura
cienaguera, patrimonio intangible antropológico –las Fiestas del Caimán–, y
fundar la Casa de la Cultura de Ciénaga, capilla de peregrinación fraterna
donde todos los eneros coincidimos –como el salmón o los patos canadienses– en
nuestra migración afectivo-literaria todos aquellos que en la vida hemos
escrito algo porque hemos tenido la verdadera necesidad de decir algo, como
describiera el maestro Cepeda Samudio al verdadero escritor frente a esa nube
de farsantes que pulula por los eventos literarios.
El 17 de enero de 2001 fue
la última vez que lo vi. Yo había regresado una vez más, un año más, al
encuentro de Ciénaga, pero finalmente me fui adonde Elías, a su casa, a untarme
de ellos, a saludar a su mamá, a degustar su exquisita comida árabe, a beber
como cosacos, a arrastrarnos de la risa, a hablar de los últimos
acontecimientos socio-sico-sexuales de su parroquia entrañable, a declamar
poesía como nos gustaba –con todos los hierros–, a leer textos, carajo, y a
relatar lo que había sido de nuestras vidas en todos esos años, sin
arrepentirnos de nada, echando pa’lante, sin plañideras ni mea culpas ni
golpecitos en el pecho. Leímos el cuento que nos hermanaba aún más y me dedicó
la antología de Martiniano Acosta y Clinton Ramírez –donde “Apología del diez”
está incluido– con estas palabras: “Para Jose, quien conoce el mundo de donde
sale este poco de humanidad. Con afecto, Elías Eslait R. / Ciénaga, Enero 17 de
2001” Así, con esa permanente modestia, con esa humildad, con esa sencillez.
Me
imagino que ya habrán echado el discursito de que hay que tener consuelo ante
la muerte, de que nadie conoce los inescrutables caminos de Dios, de que pronto
nos tocará también a nosotros y de que nadie se escapa de ese designio
inexorable. Qué bueno echar el discursito. Pero qué triste que uno tenga que
perder un amigo, a un ser querido, y lo más terrible es que uno no puede volver
a ver a esa persona nunca más. Ni oír su risa ni su voz más nunca. Qué triste
que toda una geografía se le quede sin sentido a uno porque ya no está allí el
amigo que se iba a alegrar con nuestra presencia.
Elias dejó Familia,hijos,quienes???
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